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Jack el Destripador

En las postrimerías del siglo XIX, Londres capital de Inglaterra, se erigía como la metrópoli del mayor imperio mundial de esa época. La zona más paupérrima de la gran urbe la conformaban los barrios bajos del sector este londinense, el llamado “East End”. Este último era considerado un ámbito marginal en abierta oposición al “West End” donde se congregaba la clase alta inglesa. Dentro del territorio del East End se ubicaba el distrito de Whitechapel (Capilla blanca) con sus barrios pobres y conflictivos. Este sector de la ciudad configuró el terreno que sirvió de coto de caza durante un muy restringido período, desde agosto hasta noviembre, durante el otoño europeo del año 1888, a un asesino serial que mató y mutiló con insólito ensañamiento al menos a cinco mujeres.

La primera víctima “oficial” e indiscutida del Jack el Destripador la constituyó Mary Ann Nichols, conocida en su ambiente con el apodo de “Polly”. Su mutilado cadáver fue descubierto cerca de las 3 y 45 de la mañana del 31 de agosto de 1888 por el Agente John Neil mientras cumplía su patrullaje de rutina por la zona de Bucks Row. En este caso llamó la atención la escasa cantidad de sangre percibida a su alrededor y lo seco que estaban su cuerpo y sus ropas pese a la lluvia que había caído en la noche del crimen.

El segundo homicidio incuestionable de esta vesánica saga tuvo efecto el sábado 8 de setiembre de 1888, en cuya madrugada el cadáver de Annie Chapman de cuarenta y siete años, a quien sus allegados llamaban “Annie la Morena”, fue hallado frente al patio trasero de una casa de inquilinato sita en el número 29 de la calle Hanbury, lugar frecuentemente utilizado por las meretrices para ejercer el comercio sexual. La desdichada era de baja estatura, obesa, y sufría los estragos de una enfermedad pulmonar tan avanzada que el médico examinante dejaría constancia de que la occisa estaba destinada a fallecer en los próximos meses a consecuencia de ese mal por más que no hubiera entrado en escena su victimario.

Los homicidios números tres y cuatro de la serie tuvieron lugar durante la madrugada del 30 de setiembre de aquel fatídico año, y estuvieron separados por un lapso temporal de menos de una hora. La mujer de cuarenta y cinco años y origen sueco apodada “Long Liz”, a la cual se la conocía como Elizabeth Stride por su nombre de casada, fue encontrada muerta con el característico profundo corte inflingido de izquierda a derecha en su cuello. Su cuerpo exánime yacía tendido en un oscuro pasaje próximo a la entrada de un club político emplazado en la calle Berner. Según toda la apariencia, esta vez el asesino no dispuso de tiempo suficiente para satisfacer su sed mutiladora, tal vez al ser interrumpido por la presencia de un ocasional transeúnte.

¿Y qué había sido del criminal entre tanto? Sabemos que salió prestamente en busca de una nueva víctima con la cual saciar su frenesí mutilador, sin reparar en los crecientes riesgos de ser atrapado. Tras su primer ataque el psicópata se toparía con Catherine Eddowes, de cuarenta y tres años, eliminándola con más saña aún que la empleada en las situaciones anteriores. También aquí el inicial acto homicida consistió en el clásico corte profundo inferido de izquierda a derecha en la garganta de la occisa. A escasas cuadras del escenario fatal se localizó sobre la vereda un trozo de delantal empapado en sangre perteneciente presuntamente a esta difunta. En la pared frente a donde se había arrojado la prenda se leía una inscripción trazada con tiza cuyo texto contenía la extraña alusión a que los judíos serían los hombres a los que no se culparía de nada.

Una vez apagados los ecos de aquel fatídico 30 de setiembre la prensa arreció concediendo gran difusión al tema de los asesinatos el cual pasó a ser tapa de portada en la mayoría de los casi doscientos periódicos que se publicaban en el país. Por si algo le faltaba a la trama ahora había adquirido estado público el mote del hasta entonces anónimo matador. No cabe dudar que de no haber sido por el inspirado nombre con que ese asesino se bautizó a sí mismo –o fue bautizado por otros- sus crímenes, pese a lo espantosos que fueron, habrían quedado relegados en el olvido. A su vez, parecía estarse operando un intervalo. No se sumaban nuevos asesinatos. El culpable parecía replegarse y descansar. Ningún homicidio con su sello se verificó durante el mes de octubre de 1888 en Whitechapel y tampoco en el resto de Inglaterra.

El despliegue policial no tenía precedentes. Se requisaron las casas, tabernas y pensiones del distrito. Lo miembros civiles del Comité de Vigilancia cooperaban patrullando día y noche por las calles más peligrosas. Los afiches con el texto y la letra de las cartas que presuntamente Jack había enviado se reproducían en las comisarías y en distintos lugares de la vía pública. Hasta se había llegado a recurrir al uso de perros sabuesos. Se volvía evidente que la cacería se hallaba en pleno apogeo. ¿Presintiendo su aprehensión, se habría acobardado Jack el Destripador? ¿Cambiaría al menos de escenario buscando uno menos riesgoso donde proseguir sus ataques? Pronto la población saldría de dudas.

Así fue que en los primeros días de noviembre de aquel año toda Gran Bretaña se vería estremecida al enterarse que había tenido efecto uno de los asesinatos más horrorosos e indignantes de sus anales criminales. La orgía de sangre desatada por el psicópata llegaría a su paroxismo con el crimen de la más joven y atractiva de sus víctimas, Mary Jane Kelly de 25 años, a la cual literalmente descuartizaría dentro del estrecho interior de una miserable chabola sita en el número 13 de Millers Court durante la madrugada del 9 de noviembre del trágico otoño de 1888. “¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!”, habría exclamado Mr. John Mc Carthy, casero de la infortunada inquilina, al deponer en el sumario subsiguiente, dejando constancia de la terrible impresión que le produjo el hallazgo que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
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